De Uganda a La Haya y Colombia: evoluciones en la justicia por crímenes internacionales de género más allá de la violencia sexual

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Hace 4 años viajamos a Gulu en el Norte de Uganda, epicentro de una guerra entre el Lord´s Resistance Army (LRA) y el  gobierno de Museveni. La reciente e importante decisión de la Corte Penal Internacional (CPI) en el caso Fiscal c. Dominic Ongwen, uno de los comandantes del LRA, nos recordó aquella experiencia.

Bajo las órdenes de Joseph Kony, el LRA cometió atroces formas de violencia contra la población civil, en particular contra las mujeres. Como política de la organización, el LRA raptó a mujeres y niñas, y las mantuvo cautivas como esclavas sexuales, “esposas”, enfermeras, limpiadoras, madres y soldados. Muchas quedaron embarazadas y dieron a luz en un contexto altamente violento. A algunas de ellas las conocimos en ese viaje, firmes en su búsqueda de justicia y reparación, pese a la inacción del gobierno y al ostracismo de sus comunidades por haber sido “esposas del LRA”.

Queremos abordar, sin exhaustividad, algunos puntos interesantes de la sentencia en relación con los crímenes en base al género, y dejar planteadas algunas preguntas para seguir avanzando en su reconocimiento. Destacamos la condena por dos delitos que no se circunscriben al aspecto sexual. La sentencia en este caso es la primera de la CPI que condena por matrimonio forzado, siguiendo la estela del Tribunal Especial para Sierra Leona y de las Salas Extraordinarias de la Cortes de Camboya. Y es, además, la primera decisión que condena el embarazo forzado como un crimen de lesa humanidad y crimen de guerra (artículos 7(1)(a)-(j) y 8(2)(b)(i)–(xii) del Estatuto de Roma).

Según el Estatuto, para que se configure el embarazo forzado, debe presentarse el confinamiento ilegal (sin importar duración o severidad) de una mujer que fue embarazada contra su voluntad (antes o después del confinamiento), con la intención de i) afectar la composición étnica de una población o bien ii) cometer alguna otra violación grave del derecho internacional. Nótese que la intención requerida no es obligar a la mujer a continuar su embarazo. El responsable del crimen de embarazo forzado puede serlo sin necesidad de haber causado dicho embarazo, por ejemplo, sin ser el responsable de la violación sexual que lo produjo.

Es relevante que la CPI, en su primera condena por este delito lo desarrolle en el marco de la opción ii), esto es, fuera de un contexto de “limpieza” étnica. Junto con la autora Sánchez Parra (2020) ya habíamos destacado la decisión previa de la Sala de Cuestiones Preliminares que lo había abordado de la misma forma. Así, siguiendo a autoras como Rosemary Grey (2017), nos parece importante que se esté avanzando hacia el entendimiento de que la autonomía reproductiva y dignidad de las mujeres son valores protegidos por el derecho penal internacional y, por lo tanto, atacarlos es un motivo suficiente para la comisión de los crímenes de género protegidos en el Estatuto sin necesidad de argumentar otros propósitos, como la intención genocida. La decisión de la CPI da nuevos insumos para la conceptualización de la violencia reproductiva, poniendo a la autonomía de las mujeres en el centro del entendimiento del delito.

Así, al explicar los bienes jurídicos protegidos, se indica que son “la autonomía reproductiva y el derecho a la familia” (pár. 2717). Al estar confinada, la mujer no puede decidir libremente si lleva a término el embarazo. Ahora bien, es por lo menos curiosa la mención de la violación del derecho a la familia, y no se ofrece explicación. Además, se deja fuera situaciones en las que la mujer ha quedado embarazada con su consentimiento. Hechos como éstos podrían ser juzgados bajo otros crímenes, pero la exclusión, que proviene del mismo Estatuto, es extraña pues también se atenta contra la autonomía reproductiva. No se puede suponer que porque un embarazo es deseado, lo seguirá siendo en estas condiciones. Tales restricciones a estos delitos de violencia reproductiva muestran que todavía es un campo por desarrollar.

Si bien el matrimonio forzado no aparece como tal definido en el Estatuto, y la Corte lo incluyó bajo el crimen de “otros actos inhumanos” (artículo 7.1.k.). Así, se define como “el acto inhumano de forzar a una persona, independientemente de su voluntad de entrar en una unión conyugal mediante el uso de la fuerza física o psicológica, la amenaza del uso de la fuerza o aprovechándose de un contexto coercitivo” (pár. 2751). El elemento central es la “imposición de este estado a la víctima, es decir, la imposición, independientemente de la voluntad de la misma, de los deberes asociados con el matrimonio, incluso en términos de exclusividad de la unión conyugal impuesta a la víctima, así como el consiguiente estigma asociado” (pár. 2748). La Corte recuerda que el matrimonio forzado no requiere necesariamente del ejercicio de atributos del derecho de propiedad sobre una persona, elemento esencial del delito de esclavitud. Asimismo, afirma que cuando un concepto como “matrimonio” se utiliza para legitimar un estado que a menudo implica una violación en serie, las víctimas sufren un trauma y un estigma más allá del causado por ser víctima de la violación.

Es interesante también que la Corte reconoce brevemente que los matrimonios forzados pueden resultar en el nacimiento de niños y niñas, lo que “genera efectos emocionales psicológicos en las mujeres y sus hijos e hijas aún más complejos más allá de los efectos físicos evidentes del embarazo y la crianza de los y las niñas” (pár. 2748). Y decimos que es interesante porque, como han señalado Sánchez Parra y LoIacono (2020) en su caso refiriéndose al caso colombiano pero aplicable también a la situación en el norte de Uganda, los niños y niñas nacidos en estos contextos no suelen ser visibilizados cuando se habla de la violencia sexual como arma de guerra. Sus experiencias tampoco son entendidas de manera independiente dentro de los procesos de justicia transicional, sino que se les suele incorporar como accesorio de sus madres, para reforzar así la idea de éstas como víctimas sin agencia, o para reforzar la imagen de ellas cómo supervivientes que han conseguido salir adelante gracias a su rol como madres. Otros autores como Eithne Dowds (2019)  y Oliveira C. y Baines E. (2020) reconocen el desafío legal a la hora de que el derecho penal internacional se responsabilice por el bienestar de estos niños y niñas ya que su nacimiento no es en sí mismo un crímen de género, aún cuando su concepción ha estado marcada por un acto de violencia sexual.

Aunque no es sencillo, este caso empieza a abrir la puerta para (re)pensar las reparaciones en términos más amplios, que permitan incluir en los procesos de justicia transicional la totalidad de experiencias, dimensiones del daño e impactos individuales y colectivos de las mujeres y de sus hijos e hijas nacidas de las uniones o relaciones sexuales forzadas. Estas reparaciones deben estar dirigidas a la creación de un entorno donde sus derechos sean garantizados de forma sostenible, evitando estereotipaciones y reiteración de roles de género tradicionales, a la vez que se desnaturalice y reconozca el trabajo reproductivo de las mujeres. Si bien la sentencia en el caso Onwgen consolida pasos importante en la búsqueda de justicia y verdad, solo lo hace respecto a un número concreto de mujeres y en un periodo acotado de tiempo, dejando fuera a muchas otras que sufrieron lo mismo. Por tanto, el impacto más tangible en Gulu de esta sentencia emitida en la Haya vendrá en que se adopten reparaciones eficaces que generen cambios estructurales en la vida de las mujeres, familias y comunidades.

En todo caso, es innegable que se ha dado un nuevo paso en la conceptualización más amplia de las violencias en base al género, en un contexto internacional donde la atención ha estado centrada de manera casi exclusiva en el componente sexual de estos crímenes. Dieneke De Vos (2016), y Cocomá y Laguna (2020), han explorado cómo podrían juzgarse bajo el Estatuto de Roma, crímenes de naturaleza preponderantemente reproductiva como la anticoncepción forzada y el aborto forzado, y han invitado a pensar en la categoría de violencia reproductiva. Asimismo, gracias al litigio de Women’s Link Worldwide, algunos avances se han dado en la Corte Constitucional de Colombia, la cual reconoció como víctimas de graves violaciones de derechos humanos y crímenes de guerra a mujeres y niñas que sufrieron abortos y anticoncepción forzadas al interior de grupos armados, abriéndoles la puerta a reparaciones. Actualmente hay grandes esperanzas de que esta jurisprudencia se profundice por la Jurisdicción Especial para la Paz y la Comisión de la Verdad. Sin duda, la sentencia en el caso Ongwen y sus posteriores desarrollos sobre las penas y las reparaciones, tendrán gran influencia en el contexto colombiano.

*Teresa Fernández Paredes es asesora de derechos humanos en la Organización Mundial contra la Tortura desde finales de 2019 como parte del parte del programa de América Latina y del Observatorio de Protección a las Personas Defensoras de Derechos Humanos. Mariana Ardila hace parte de la Dirección Legal de Women’s Link Worldwide liderando el trabajo en justicia transicional en América Latina y Europa. Ambas son integrantes de ReLeG.

**Las opiniones expresadas en el presente blog son responsabilidad exclusiva de su(s) autor@(s) y no representan necesariamente los puntos de vista de tod@s l@s integrantes de ReLeG.

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